domingo, mayo 01, 2005

¿Podemos dudar del Espíritu Santo?


Con motivo de la elección del nuevo Papa, muchos cristianos de diversos sectores han quedado desconcertados e incluso insinúan que ha sido un paso atrás histórico para la Iglesia. Antes de su nombramiento, todos apelaban a la fuerza del Espíritu Santo para que éste iluminara el cónclave y suscitara el mejor Papa para estos momentos que vivimos. Una vez ha salido el nuevo Pontífice, parece ser, en la opinión de muchos, que el Espíritu Santo se ha equivocado.

Ante esta situación, me pregunto: ¿qué idea tenemos del Espíritu Santo? ¿Quién es, realmente? ¿Tal vez nos fabricamos un Espíritu Santo a nuestra medida para que sople en la dirección que queremos? El Espíritu Santo ha demostrado una vez más que es muy libre y que sopla donde quiere, sin que nadie le pueda poner trabas ni barreras. Y, a menudo, está por encima de nuestros criterios humanos, limitados y parciales.

Quienes piensan que la elección del nuevo Papa Benedicto XVI es un error deberían plantearse si realmente creen que el Espíritu Santo ha dejado de actuar. Algunos dicen que ha vencido el “ala derecha” del Espíritu, como si Dios pudiera caber dentro de nuestros estrechos esquemas políticos e ideológicos. Creo que esto es una perversión teológica grave, porque no podemos acotar ni ideologizar la figura del Espíritu Santo. Dios está por encima de las ideologías y es padre de todos los creyentes, carcas o progres, de izquierdas o de derechas, teólogos de la liberación o defensores de la ortodoxia. Ante Dios, estas diferencias son poco importantes y deberían ceder paso a la comunión.

La comunión es el caballo de batalla de la Iglesia hoy, tal vez por esto Benedicto XVI insiste tanto en la unidad de los cristianos. Se habla de democracia dentro de la Iglesia. Pero la Iglesia debe aspirar a mucho más que la democracia. La democracia, de entrada, es un sistema político basado en el poder, aunque éste sea del pueblo. La Iglesia no es un sistema político, sino una familia unida por el amor, y no por las ideas. En la Iglesia prima el servicio y no el poder. Quien une a la Iglesia no es la doctrina, sino una persona: Jesucristo. Fidelidad a la Iglesia significa fidelidad, por amor, a esta persona y a quienes la representan, con todos sus fallos y limitaciones humanas.

Esto no quiere decir que, de manera objetiva, no deban cambiarse muchos aspectos de la institución de la Iglesia, revisar criterios de fondo y corregir errores del pasado, pidiendo perdón, como lo hizo Juan Pablo II, y tomando medidas para mejorar en el futuro. Pero esto nunca nos puede llevar a atacar nuestra Iglesia –nuestra propia familia.

La comunión no puede ser forzada. Es imposible afianzarla sin algo previo: el amor y la lealtad, que no es sumisión ni obediencia ciega. La verdadera “obediencia” cristiana es una donación libre y, porque se ama, se acepta y se respeta al otro, amando incluso sus diferencias y sus maneras de pensar y de hacer diferentes. Sólo en este amor, que asume las diferencias, es posible la comunión. Y el Espíritu Santo asume estas diferencias y las convierte, misteriosamente, en instrumentos de la providencia. Es tanto el poder del amor de Dios, que incluso los errores son convertidos en motivos de crecimiento. A Dios no le importan las ideologías ni los defectos personales, sino la voluntad y la capacidad para amar. Dios ama tanto a una anciana conservadora que reza el rosario como al teólogo más avanzado, y no mira su intelecto, sino la bondad de su corazón y el amor con que se dirigen a él.

El principal riesgo para la Iglesia no está fuera, en la sociedad laicista y plural, sino dentro, en nuestra división interna, y en nuestro querer primar nuestras ideas por encima de la caridad. El mismo Papa en su homilía del inicio de su pontificado, lo dijo con palabras muy profundas: Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia.

Todos los cristianos deberíamos vivir más abandonados en manos de Dios y confiar en su sabiduría, que a veces no comprendemos y nos parece contradictoria o misteriosa. Pero la caridad nos hace creer, aunque no comprendamos totalmente, y nos hace vivir con esperanza. Y con el tiempo lo iremos entendiendo, si estamos abiertos al soplo del Espíritu.

Como cristianos, nunca debemos olvidar nuestra dimensión contemplativa. Tal vez nos falta oración y perspectiva desde la mirada de Dios. Por esto damos tanta importancia a lo más superficial –ideas, criterios, tendencias, talantes...- y no nos abrimos a lo que realmente es esencial en la vida cristiana, que no son las ideas, sino el amor solícito y misericordioso hacia todos.


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