domingo, octubre 16, 2005

La persona por encima de las ideas


Libertad de expresión y respeto a las diferencias

Asistimos a una permanente sucesión de debates y discusiones de trasfondo ideológico. Las disputas sobre temas políticos, religiosos y culturales invaden los medios de comunicación y también nuestras vidas. Se defiende la diversidad y la tolerancia ante la pluralidad de opiniones y de ideas. Pero, en cambio, falta una cultura del diálogo. No basta con tolerar la diferencia. Es necesario integrarla y llegar a dialogar con ella, sin tener miedo a nada y sin atacar ni pisotear al otro por el hecho de pensar diferente.

No porque piensen distinto las personas tienen por qué estar contra nosotros. En un clima de exasperación social, toda diferencia se acaba convirtiendo en un conflicto y, a veces, en abiertas peleas. Lo vemos claramente en el mundo político. Se habla de participación, de diálogo, de integración. Pero, en realidad, lo que vemos es una muestra de violencia verbal y una continua exhibición de guerras ideológicas, muchas veces alejadas de la realidad y de los grandes temas que preocupan a los ciudadanos.


El fundamentalismo ideológico

Las ideas nunca deberían dividir y alejar a las personas. La libertad de pensamiento y de expresión acabará muy empobrecida si sólo se queda en palabras y, en la práctica, se convierte en un ataque contra los que piensan de diferente modo. Nos asustamos del fundamentalismo religioso, pero existe otro fundamentalismo, tan o más dañino, en las arenas mediáticas y en los debates parlamentarios. Se trata del fundamentalismo ideológico, que, además de seguir estrictas disciplinas de partido, propias de sistemas totalitarios, ataca sin piedad y no respeta las ideas contrarias o divergentes. ¿De qué sirve hablar de libertad de expresión si no respetan mi opinión y mi manera de pensar? ¿De qué sirve hablar de diálogo si éste se convierte en un intercambio de insultos y de invectivas?

Hablamos de fortalecer la calidad democrática y somos incapaces de respetar al que piensa diferente. Si todas las propuestas son legítimas y democráticas, ¿por qué tantas disputas?


La persona como valor supremo

Hay algo más importante que las ideas: el valor y la dignidad de la persona. Independientemente de sus ideas, toda persona merece respeto y merecer ser escuchada. Al menos por educación, de la cual nuestros políticos a veces parecen carecer en absoluto. Y, después, por ética y por convicción democrática.

Si todos –partidos políticos, sociedad, organizaciones, etc. –queremos llegar a lo mismo, es decir, al bienestar de la persona y de la comunidad humana, ¿por qué cuesta tanto ser amigos y trabajar juntos para conseguirlo? ¿Tanto pesan las ideas? ¿O es que detrás de esas discusiones se esconde un deseo enfermizo de poder y de abatir al adversario a toda costa? El bienestar social no tiene color político. Tampoco lo debe tener la educación, la sanidad, la seguridad, el empleo y otros muchos temas. En el momento en que un asunto de interés público adquiere un tinte ideológico, está siendo prostituido y utilizado por conveniencias personales y partidistas, como hemos visto que ocurre en el caso de la lucha contra el terrorismo o en las famosas leyes sobre la educación. Se olvida el interés general por las ambiciones personales o de un grupo concreto.

¿Dónde encontrar una posible solución? Hay que estar dispuesto a ceder dentro de unos límites. Sin temor a perder la propia identidad, hay que saber valorar hasta qué punto sostener unas ideas nos aleja de los demás o nos acerca a ellos para poder cooperar. En el momento en que defender una causa implica disputas, rupturas u ocasionar daños a las mismas personas a las que queremos beneficiar, todo esfuerzo será contraproducente. En ocasiones, por un bien mayor, conviene renunciar a bienes menores.

Habrá calidad democrática si hay calidad de diálogo. El político debe ser un doctor en el arte de escuchar. Y, en la medida de lo posible, debe buscar la unidad. No la uniformidad, pero sí el acuerdo.

Las personas son mil veces más importantes que las ideas. Las ideas son entelequias. La persona es una realidad, viva. Si en el horizonte de nuestra política y de nuestros ideales no está la persona, no estaremos contribuyendo a una democracia sólida y madura

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