domingo, enero 01, 2006

María, germen de la Iglesia

Una mujer, madre de Dios

La Iglesia dedica el primer día del año a María, Madre de Dios. Esta afirmación tiene profundas consecuencias teológicas. Una mujer es madre de Dios. La teología cristiana otorga un papel fundamental a la mujer.

María siempre está abierta. Es imagen de la humanidad que acoge a Dios en su historia. Con el sí abierto al plan de Dios, María se convierte en un paradigma de mujer nueva.

Afirmar que es Madre de Dios lleva implícita otra afirmación: María es Madre de todo el género humano. María es la nueva Eva. Su maternidad alcanza a los cristianos y a los no cristianos, creyentes o no creyentes. Por eso en ella, en su ser madre, está el germen de la Iglesia. La Iglesia nace con María.

María es el espejo en el que debería mirarse la Iglesia. ¿Cómo es María? María sabe escuchar, saborea el silencio, siempre está receptiva, sabe acoger, es contemplativa, es solidaria, sabe cantar y alabar a Dios. Esta debe ser la imagen de la Iglesia.

Una Iglesia más femenina

María es un puntal en la nueva evangelización. Ante una situación social de rechazo o de indiferencia en la que la propia Iglesia está en entredicho, ante muchas personas desorientadas que necesitan referencias, María arroja luz sobre lo que debe ser la función de la Iglesia en el mundo. La Iglesia, principalmente, ha de ser madre. Ha de ser cálida, acogedora, entrañable, comprensiva, consoladora, motivadora y aglutinadora, vínculo de unión entre las personas. La Iglesia necesita feminizarse y ser, como una madre, dulce, tierna, atenta a las necesidades de sus hijos, activa, valerosa y esperanzada. Ha de llevar la esperanza alegre de la mujer y su capacidad de alabanza al mundo.

La Iglesia somos todos los bautizados –no sólo la institución o la jerarquía eclesiástica. Por tanto, todos tenemos un germen de María en nuestro interior. Todos estamos llamados a acoger y a tener ese espíritu maternal hacia nuestro mundo, tan necesitado. Hemos de ser engendradores de alegría. Tenemos dentro a Dios, como María, y no podemos guardarnos ese tesoro dentro. Somos amados por Dios, pero muchos lo ignoran. Nuestra misión es salir afuera y proclamar esta buena noticia a los cuatro vientos. El mundo ha de oír nuestro Magníficat.

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